Desde que estaba en séptimo grado, siempre tuve claro que quería dejar mi huella en el mundo. Por eso estudié Ciencias Políticas, convencida de que desde el estado podría generar grandes cambios y contribuir a un mundo mejor. Pero, a medida que avanzaba en mi carrera, me di cuenta de que algo no encajaba. La burocracia y los intereses personales se metían en el camino.

Decidí probar en el sector privado, pensando que allí podría generar cambios más rápidamente en la vida de las personas. Pero con el tiempo, me di cuenta de que los mismos problemas que encontraba en el sector público también existían en el privado.

Empecé a notar que en el mundo hay dos tipos de personas: los «doers» (los que hacen) y los que se quejan. Lo que distingue a los «doers» no es solo su habilidad, sino su mentalidad, aunque en ese momento no conocía bien este concepto ni se hablaba tanto de él.

Lo que ambos sectores tenían en común era que las personas que realmente se destacaban, que lograban grandes cosas, eran aquellas que estaban seguras de sí mismas. No hablo de arrogancia, sino de una confianza profunda basada en el autoconocimiento. Eran personas que sabían cuáles eran sus fortalezas y, lejos de intentar hacerlo todo solas, se apoyaban en otros para avanzar con firmeza hacia sus objetivos.